V
Se encontraba Estefanía sentada a una mesa, jugando a las cartas con unas amigas, cuando elevó la vista y atinó a ver a don Jacobo, preocupado, golpeando con los dedos la butaca en la que se había acomodado.
-¿Se aburre usted?- inquirió la bella burguesa echando la última mano-. Si quiere, vuestra merced, acabo enseguida y salimos a dar un paseo al jardín.
-No, no, por mí no lo hagáis- repuso él-. No os permitiré que abandonéis a vuestros invitados con tal descortesía.
-¡Oh, no, no se preocupe usted!- dijo una de aquellas jóvenes-. Si nosotras ya nos marchábamos. ¿Verdad, Adela?
-Sí, sí- contestó la otra.
Acabaron la partida y Estefanía se incorporó dirigiéndose presurosa hacia Jacobo. En aquel mismo instante le cedió el brazo y él se sujetó, aunque con cierto pudor y recato.
-Don Jacobo- comenzó ella-, os noto algo preocupado. ¿No será que algo malo os sucede?
-¿Malo? ¡Oh, no!- contestó él.
Jacobo bajó la mirada atribulado; era la primera vez que se encontraba a solas con Estefanía.
-Soy un poco torpe con las damas- explicó-. ¡Es usted tan hermosa, tan culta, tan delicada, tan juiciosa!
-No sigue por esos vericuetos- lo interrumpió Estefanía-. No soy mujer de alabanzas nimias.
-¿No os agradan los piropos? ¡Extraña criatura!
-Virtuosa y sencilla, caballero.
Jacobo se inclinó para cortar una flor y depositarla en la mano de Estefanía, que esbozó una sonrisa tímida mas cautivadora.
-La más venusta flor para la más hermosa doncella.
-¡Bella galantería! Bien os quisiera yo brindar tamaño presente; mas nada encuentro que vuestro rigor disipe.
-¿Mi rigor? ¿Tan estirado parezco?
-Será que no os conozco demasiado. Vuestro trato, empero, me es agradable.
Estefanía rió por lo bajo; aunque aquel ademán hizo que don Jacobo se incomodara. No obstante, tornó el rostro hacia ella y sonrió.
-Pero, señora, ¿os aqueja algún pesar últimamente?
-El del aburrimiento.
-¿Se aburre, usted, conmigo?
-No, no, ¿por qué habría de aburrirme?
-¿Entonces?
-Siento tedio de la vida, de la soltería; quisiera haber encontrado ya un compañero.
-En mí tenéis al más excelso compañero que podáis soñar.
Aquel comentario impulsivo hizo que Estefanía soltara una carcajada entre nerviosa y divertida. Sañuda como se encontraba, se chanceaba del idealismo de su compañero.
-¡No es humilde, usted, en su condición desmejorada?
-¿Desmejorada? ¿Acaso me aqueja algún mal, alguna bancarrota que haya mermado mi hacienda?
-Pero es usted un burgués- señaló Estefanía sin saber bien a qué atenerse; su comentario había enfriado un poco aquella conversación.
-Un burgués no es una cosa despreciable.
-Sí en esta sociedad nobiliaria.
-¿Por qué? Los estamentos no señalan la honorabilidad en el hombre. El orden social, dice Rousseau, no viene de la Naturaleza, sino que está fundado sobre convenciones.
-¡Extraña razón entonces del principio humano! Pero… ¿en que basáis pues la estabilidad de una sociedad sino en el orden establecido?
-La sociedad debiera cimentarse sobre la igualdad de derechos de todos: burgueses, campesinos, nobles…
-¿Vos pensáis eso?
-¿Qué sino?
Estefanía se detuvo en un momento para acariciar y oler la rosa que don Jacobo le había ofrendado. En medio de aquel vergel versallesco, se sentía en la plenitud de la vida y de la juventud.
-Defendéis razones tales porque sois burgués.
-Quizá.
Estefanía lo contempló callada, de reojo, sin saber qué argumentar ni qué decir. A continuación se detuvieron bajo una de las pérgolas del jardín y allí, casi sin proponérselo, don Jacobo tomó las manos de Estefanía y se las besó. Luego, llevado aún más por la pasión que experimentaba, acercó su rostro al de ella y rozó sus labios con una caricia casi imperceptible. La joven muchacha se puso como la mismísima grana, y su primer impulso no fue otro que apartarse violentamente y dejar caer la rosa para salir huyendo de allí.
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