-Perdóneme usted si la he ofendido- concluyó don Jacobo.
-¿Ofenderme?- titubeó Estefanía rozando con sus manos una de las cortinas de terciopelo de la biblioteca.
-Sí, sí- repuso él-, por lo del otro día. No debí ser tan impulsivo.
Y se acercó a ella por la espalda con la intención de aspirar su aroma a jazmín y rosas.
-Yo…-dijo ella volviéndose ruborizada hacia otro lado.
Él la miró fijamente, tembloroso, conteniendo un suspiro traidor que codiciaba delatar su ardiente pasión.
-Señora- comenzó besando la blanca mano de Estefanía-, vos tenéis mi corazón en vuestras manos.
-¿Yo?- sonrió ella sin comprender bien a su interlocutor.
-Vos.
Estefanía se puso a ojear un libro de las estanterías, uno que poseía unas cubiertas verdes y un título dorado, como buen libro antiguo que era.
-¿Habéis leído el Laberinto de Fortuna?
Don Jacobo se aproximó más hacia su presa. Ella lo esquivó como pudo. Mas como cazador que acosa y encuentra la caza a tiro, el holandés no cedió en su empeño hasta que pudo declarar su amor con todas las de la ley.
-Os idolatro, Estefanía- confesó al fin.
-¡Oh, señor mío, este no es momento…!
Y se apartó hacia un lado de la habitación, sentándose sobre una butaca de damasco, orlada con ramilletes, cerca de la ventana.
-¿Y cuándo es momento para tal dicha?- inquirió él sentándose a su vez.
-¿Creéis digno cortejar a una dama en la biblioteca de su casa?
-No veo que hay de malo.
Estefanía apartó el libro que leía y lo depositó en una mesita próxima al ventanal.
-Podíamos hablar un día; quedar en otro lugar donde no nos escuche nadie.
-Tiene usted razón.
Entonces la bella joven escogió un papel y escribió una dirección con letra casi caligráfica. Don Jacobo observó anonadado el papel que ella le había extendido.
-Seré puntual- accedió al fin.
Luego hizo una reverencia y se precipitó hacia el exterior. Una voz que detrás de él le hablaba hizo que se detuviese justo en el umbral de la puerta de salida.
-¿Tan pronto se marcha vuestra merced?
-Tengo prisa- respondió sin volverse el extranjero.
-Recuerde usted que soy mujer de palabra. Cumpla, vuestra merced, sus promesas también. No me deje esperándolo en lugar semejante.
-Lo haré.
Se tocó el sombrero, gozoso por haber obtenido una victoria tan rotunda, y se perdió detrás de unos setos de flores.
Afuera había comenzado a llover; la gotas de agua tamizaban el horizonte con su fuerte caer, en una cortina que emborronaba el paisaje y el espíritu mortal.
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