La barca era mecida por el céfiro de primavera mientras nuestras muchachas, vestidas de fino tafetán y de gro de diversos colores, murmuraban y reían bajo sus sombrillas chinas ornadas con flores de cerezo y loto.
Don Mauro bogaba en aquel trayecto en barca en tanto que se admiraba con los paisajes circundantes al río Manzanares.
-¿Y tan dulces damiselas no han encontrado acompañantes aún?
-¿Para qué?- preguntó Catalina irguiendo su cuello y mostrando las dos rosas de sus mejillas.
-Para el baile del vizconde de Castellón, que se celebra próximamente en su propio palacio.
Estefanía esbozó una sonrisa y respondió titubeante:
-No, no, no sabíamos nada.
-De esas cosas no se habla con burgueses- bromeó Catalina jugando con el palo de su quitasol.
-¿Y por qué no? ¿Qué hay de malo en ello? Pero… De todos modos, yo necesitaba una acompañante.
-Señor conde de Béjar- se explicó Catalina-, ninguna de nosotras dos irá si no la acompaña la otra. ¿No se da cuenta usted de que sería una descortesía?
El conde quedó meditando unos segundos. De repente, se le ocurrió algo que podría salvar aquella situación.
-Confío en que don Manuel también venga. Él es noble, y seguramente también haya sido invitado.
-¿Don Manuel?- se entusiasmó Catalina-. Consentirá si nosotras se lo pedimos.
-Pídeselo tú- guiñó el ojo su hermana en complicidad.
Y de inmediato, girándose hacia el salmantino, hicieron otra apreciación:
-Sí, sí; usted, don Mauro, puede acudir con Estefanía.
-"Enchanté" como dirían los franceses- comentó jocoso- Voulez-vous…?
Prendió la mano de Estefanía y se la besó apasionadamente, con tal efusividad que captó la atención de sus contertulias. La joven retiró enseguida la mano, debido a su recato.
-Señor mío- le explicó Catalina-, no es usted nada comedido. A las damas se les debe agasajar con mesura.
-¿Mesura?- se carcajeó el conde-. ¡Tanto mejor si es con vehemencia! Lo frugal se queda parco en cosas del amor. Cuando uno se entrega debe hacerlo a lo grande.
-Si vuestra merced piensa así…-repuso Catalina tímidamente.
Miró a la orilla y atisbó con sorpresa cómo una figura, casi irreconocible en la lontananza, los saludaba. Iba impecablemente vestido, con un pantalón y una chupa de algo que parecía ser raso o seda de color granate.
-¿Quién es aquél?- inquirió Catalina sin apartar su vista del lugar.
Su hermana oteó por encima del brazo de Mauro, que iba de espaldas a ella y que no podía adivinar nada de lo que estaba sucediendo.
-¿Quién es?- indagó el conde sin dejar de remar.
-Puede que… ¡Don Manuel!
Cruzaron el río hasta que estuvieron muy cerca de aquel gentilhombre. Enseguida se detuvieron en la orilla y el duque las ayudó a descender de aquel movedizo bote.
-Es un verdadero placer, señor duque- comentó Catalina poniendo sus pies sobre la madera del embarcadero.
-El placer es mío.
-Tengo que hablar con usted. ¿Tiene un momento?
Don Manuel sonrió débilmente, reparó en el conde y respondió a continuación:
-No ahora. Quiero hablar con el señor Leda de un asunto privado. ¿Puede ser en otra ocasión?
Catalina se sintió decepcionada.
-Claro, claro.
La mirada y el gesto de la joven se enturbiaron; aquel desdén del noble se había convertido en una ofensa para su orgullo. Decepcionada, abrió su sombrilla de flores de loto y marchó con su hermana, que se había detenido a esperarla.
-¿Y bien?- la instó Estefanía.
-Está ocupado, dice; mas yo creo que no le complazco.
-¿Por qué?- se indignó la joven madrileña.
-Puede que sea una obsesión, si bien creo que él te ama a ti. Yo sólo significo para él un estorbo en el camino.
Los ojos de Catalina se bañaron en lágrimas. El desprecio al que habían sometido su persona le dolía más que mil profundas dagas. Estefanía, compungida, le cedió uno de sus pañuelos y le propuso que se enjugara las lágrimas.
Continuaron caminando por el embarcadero en silencio, sin nada que contarse ni referirse. Las palabras, si se considera de tal modo, sobraban en aquellos momentos de frustración.
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