Un saludo de su amigo Sören Garza, desde México.
Las vacas de Quiviquinta
Los perros de Quiviquinta tenían hambre; con el lomo corvo y la nariz hincada en los baches de las callejas, el ojo alerta y el diente agresivo, iban los perros de Quiviquinta; iban en manadas, gruñendo a la luna, ladrando al sol, porque los perros de Quiviquinta tenían hambre…
Y también tenían hambre los hombres, las mujeres y los niños de Quiviquinta, porque en las trojes se había agotado el grano, en los zarzos se había consumido el queso y de los garabatos ya no colgaba ni un pingajo de cecina…
Sí, había hambre en Quiviquinta; las milpas amarillearon antes del jiloteo y el agua hizo charcas en la raíz de las matas; el agua de las nubes y el agua llovida de los ojos en lágrimas.
En los jacales de los coras se había acallado el perpetuo palmoteo de las mujeres; no había ya objeto, supuesto que al faltar el maíz, faltaba el nixtamal y al faltar el nixtamal, no había masa y sin ésta, pues tampoco tortillas y al no haber tortillas, era que el perpetuo palmoteo de las mujeres se había acallado en los jacales de los coras.
Ahora, sobre los comales, se cocían negros discos de cebada; negros discos que la gente comía, a sabiendas de que el torzón precursor de la diarrea, de los cursos, los acechaba.
—Come, m‘hijo, pero no bebas agua —aconsejaban las madres.
—Las gordas de cebada no son comida de cristianos, porque la cebada es fría —prevenían los viejos, mientras llevaban con repugnancia a sus labios el ingrato bocado.
—Lo malo es que para el año que‘ntra ni semilla tendremos —dijo Esteban Luna, mozo lozano y bien puesto, quien ahora, sentado frente al fogón, miraba a su mujer, Martina, joven también, un poco rolliza pero sana y frescachona, que sonreía a la caricia filial de una pequeñuela, pendiente de labios y manecitas de una pecho carnudo, abundante y moreno como cantarito de barro.
—Dichosa ella —comentó Esteban— que tiene mucho de donde y qué comer.
Martina rio con ganas y pasó su mano sobre la cabecita monda de la lactante.
—Es cierto, pero me da miedo de que s‘empache. La cebada es mala para la cría…
Esteban vio con ojos tristones a su mujer y a su hija.
—Hace un año —reflexionó—, yo no tenía de nada y de nadie por que apurarme… Ahoy dialtiro semos tres… Y con l‘hambre que si‘ha hecho andancia.
Martina hizo no escuchar las palabras de su hombre; se puso de pie para llevar a su hija a la cuna que colgaba del techo del jacal; ahí la arropó con cuidados y ternuras. Esteban seguía taciturno, veía vagamente cómo se escapaban las chispas del fogón vacío, del hogar inútil.
—Mañana me voy p‘Acaponeta en busca de trabajo…
—No, Esteban —protestó ella—. ¿Qué haríamos sin ti yo y ella?
—Fuerza es comer, Martina… Sí, mañana me largo a Acaponeta o a Tuxpan a trabajar de peón, de mozo, de lo que caiga.
Las palabras de Esteban las había escuchado desde las puertas del jacal Evaristo Rocha, amigo de la casa.
—Ni esa lucha nos queda, hermano —informó el recién llegado—. Acaban de regresar del norte Jesús Trejo y Madaleno Rivera; vienen más muertos d‘hambre que nosotros… Dicen que no hay trabajo por ningún lado; las tierras están anegadas hasta adelante de Escuinapa… ¡Arregúlale nomás!
—Entonces… ¿Qué nos queda? —preguntó alarmado Esteban Luna.
—¡Pos ve tú a saber…! Pu‘ay dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yo casi no lo creo… ¿Cómo van a hambriar a los de po‘allá nomás pa darnos de tragar a nosotros?
—Que venga o que no venga máiz, me tiene sin cuidado orita, porque la vamos pasando con la cebada, los mezquites, los nopales y la guámara… Pero pa cuando lleguen las secas ¿qué vamos a comer, pues?
—Ai‘stá la cuestión… Pero las cosas no se resuelven largándonos del pueblo; aquí debemos quedarnos… Y más tú, Esteban Luna, que tienes de quen cuidar.
—Aquí, Evaristo, los únicos que la están pasando regular son los que tienen animalitos; nosotros ya echamos a l‘olla el gallo… Ahí andan las gallinas sólidas y viudas, escarbando la tierra, manteniéndose de pinacates, lombrices y grillos; el huevito de tierra que dejan pos es pa Martina, ella está criando y hay que sustanciarla a como dé lugar.
—Don Remigio, el barbón, está vendiendo leche a veinte centavos el cuartillo.
—¡Bandidazo…! ¿Cuándo se había visto? Hoy más que nunca siento haber vendido la vaquilla… Estas horas ya‘staría parida y dando leche… ¿Pa qué diablos la vendimos, Martina?
—¡Cómo pa qué, cristiano…! ¿A poco ya no ti‘acuerdas? Pos p‘habilitarnos de apero hor‘un‘año. ¿No mercates la coa? ¿No alquilates dos yuntas? ¿Y los pioncitos que pagates cuando l‘ascarda?
—Pos ahoy, verdá de Dios, me doy de cabezazos por menso.
—Ya ni llorar es bueno, Esteban… ¡Vámonos aguantando tantito a ver qué dice Dios! —agregó resignado Evaristo Rocha.
Es jueves, día de plaza en Quiviquinta. Esteban y Martina limpiecitos de cuerpo y ropas van al mercado, obedeciendo más a una costumbre, que llevados por una necesidad, impelidos mejor por el hábito que por las perspectivas que pudiera ofrecerles el tianguis miserable, casi solitario, en el que se reflejan la penuria y el desastre regional, algunos puestos de verduras marchitas, lacias; una mesa con vísceras oliscadas, cubiertas de moscas; un cazo donde hierven dos o tres kilos de carne flaca de cerdo, ante la expectación de los perros que, sobre sus traseros huesudos y roñosos, se relamen en vana espera del bocado que para sí quisieran los niños harapientos, los niños muertos de hambre que juegan de manos, poniendo en peligro la triste integridad de los tendidos de cacahuates y de naranjas amarillas y mustias.
Esteban y Martina van al mercado por la Calle Real de Quiviquinta; él adelante, lleva bajo el brazo una gallinita búlique de cresta encendida; ella carga a la chiquilla. Martina va orgullosa de la gorra de tira bordada y del blanco roponcito que cubre el cuerpo moreno de su hijita.
Tropiezan en su camino con Evaristo Rocha.
—¿Van de compras? —pregunta el amigo por saludo.
—¿De compras? No, vale, está muy flaca la caballada; vamos a ver que vemos… Yo llevo la búlique por si le hallo marchante… Si eso ocurre, pos le merco a ésta algo de plaza…
—¡Que así sea, vale… Dios con ustedes!
Al pasar por la casa de don Remigio, el barbón, Esteban detiene su paso y mira, sin disimular su envidia, cómo un peón ordeña una vaca enclenque y melancólica, que aparta con su rabo la nube de moscas que la envuelve.
—Bien‘haigan los ricos… La familia de don Remigio no pasa ni pasará hambre… Tiene tres vacas. De malas cada una dará sus tres litros… Dos p‘al gasto y lo que sobra, pos pa venderlo… Esta gente sí tendrá modo de sembrar el año que viene; pero uno…
Martina mira impávida a su hombre. Luego los dos siguen su camino. Martina descorteza con sus dientes chaparros, anchos y blanquísimos, una caña de azúcar. Esteban la mira en silencio, mientras arrulla torpemente entre sus brazos a la niña que llora a todo pulmón.
La gente va y viene por el tianguis, sin resolverse siquiera a preguntar los precios de la escasa mercancía que los tratantes ofrecen a grito pelado… ¡Está todo tan caro!
Esteban, de pie, aguarda. Tirada, entre la tierra suelta, alea, rigurosamente maniatada, la gallinita búlique.
—¿Cuánto por el mole? —pregunta un atrevido, mientras hurga con mano experta la pechuga del avecita para cerciorarse de la cuantía y de la calidad de sus carnes.
—Cuatro pesos —responde Esteban…
—¿Cuatro pesos? Pos ni que juera ternera…
—Es pa que ofrezcas, hombre…
—Doy dos por ella.
—No… ¿A poco crés que me la robé?
—Ni pa ti, ni pa mí… Veinte reales.
—No, vale, de máiz se los ha tragado.
Y el posible comprador se va sin dar importancia a su fracasada adquisición.
—Se l‘hubieras dado, Esteban, ya tiene la güevera seca de tan vieja —dijo Martina.
La niña sigue llorando; Martina hace a un lado la caña de azúcar y cobra a la hija de los brazos de su marido. Alza su blusa hasta el cuello y deja al aire los categóricos, los hermosos pechos morenos, trémulos como un par de odres a reventar. La niña se prende a uno de ellos; Martina, casta como una matrona bíblica, deja mamar a la hija, mientras en sus labios retoza una tonadita bullanguera.
El rumor del mercado adquiere un nuevo sonido; es el motor de un automóvil que se acerca. Un automóvil en Quiviquinta es un acontecimiento raro. Aislado el pueblo de la carretera, pocos vehículos mecánicos se atreven por brechas serranas y bravías. La muchachada sigue entre gritos y chacota al auto que, cuando se detiene en las cercanías de la plaza, causa curiosidad entre la gente. De él se apea una pareja: el hombre alto, fuerte, de aspecto próspero y gesto orgulloso; la mujer menuda, debilucha y de ademanes tímidos.
Los recién llegados recorren con la vista al tianguis, algo buscan. Penetran entre la gente, voltean de un lado a otro, inquieren y siguen preocupados su búsqueda.
Se detienen en seco frente a Esteban y Martina; ésta, al mirar a los forasteros se echa el rebozo sobre sus pechos, presa de súbito rubor; sin embargo, la maniobra es tardía, ya los extraños habían descubierto lo que necesitaban:
—¿Has visto? —pregunta el hombre a la mujer.
—Sí —responde ella calurosamente—. ¡Ésa, yo quiero ésa, está magnífica…!
—¡Que si está! —exclama el hombre entusiasmado.
Luego, sin más circunloquios, se dirige a Martina:
—Eh, tú, ¿no quieres irte con nosotros? Te llevamos de nodriza a Tepic para que nos críes a nuestro hijito.
La india se queda embobada, mirando a la pareja sin contestar.
—Veinte pesos mensuales, buena comida, buena cama, buen trato…
—No —responde secamente Esteban.
—No seas tonto, hombre, se están muriendo de hambre y todavía se hacen del rogar —ladra el forastero.
—No —vuelve a cortar Esteban.
—Veinticinco pesos cada mes. ¿Qui‘húbole?
—No.
—Bueno, para no hablar mucho, cincuenta pesos.
—¿Da setenta y cinco pesos? Y me lleva a media leche —propone inesperadamente Martina.
Esteban mira extrañado a su mujer; quiere terciar, pero no lo dejan.
—Setenta y cinco pesos de leche entera… ¿Quieres?
Esteban se ha quedado de una pieza y cuando trata de intervenir, Martina le tapa la boca con su mano.
—¡Quiero! —responde ella. Y luego al marido mientras le entrega a su hija—: Anda, la crías con leche de cabra mediada con arroz… a los niños pobres todo les asienta. Yo y ella estamos obligadas a ayudarte.
Esteban maquinalmente extiende los brazos para recibir a su hija.
Y luego Martina con gesto que quiere ser alegre:
—Si don Remigio, el barbón tiene sus vacas d‘ionde sacar el avío pal‘año que‘ntra, tú, Esteban, también tienes la tuya… y más rendidora. Sembraremos l‘año que‘ntra toda la parcela, porque yo conseguiré l‘avío.
—Vamos —dice nervioso el forastero tomando del brazo a la muchacha.
Cuando Martina sube al coche, llora un poquitín. La mujer extraña trata de confortarla.
—Estas indias cora —acota el hombre— tienen fama de ser muy buenas lecheras…
El coche arranca. La gente del ―tianguis‖ no tiene ojos más que para verlo partir.
Esteban llama a gritos a Martina. Su reclamo se pierde entre la algarabía.
Después toma el camino hacia su casa; no vuelve la cara, va despacio, arrastrando los pies… Bajo el brazo, la gallina búlique y, apretada contra el pecho, la niña que gime huérfana de sus dos cantaritos de barro moreno.
El diosero, Francisco Rojas González.
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La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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