Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
El Rey Mono
Capítulo I
Cuanto existe tiene su origen en la raíz divina. El tao surge directamente de la fuente misma de la moralidad
La escritura dice:
«En el principio sólo existía el Caos. El Cielo y la Tierra formaban una masa confusa, en la que el todo y la nada se entremezclaban como la suciedad en el agua. Por doquier reinaba una espesa niebla que jamás logró ver ojo humano y a la que Pan-Ku consiguió dispersar con su portentosa fuerza. Lo puro quedó entonces separado de lo impuro y apareció la suprema bondad, que esparce sus bendiciones sobre toda criatura.
Su mundo es el de la luz. Quien a él se acerca descubre el camino que conduce al reino del bien. Mas el que quiera penetrar en el secreto del principio de cuanto existe debe leer La crónica de los orígenes»
En ella se afirma que en el reino del Cielo y la Tierra el tiempo se divide en períodos de ciento veintinueve mil seiscientos años. Cada uno de ellos es subdividido, a su vez, en doce épocas de diez mil ochocientos años de duración, que responden a los siguientes nombres: Dhzu, Chou, Yin, Mao, Chen, Sz, Wu, Wei, Shen, Yu, Hsü y Hai. Pese a su enorme amplitud, todas ellas tienen su equivalente en el repetitivo ciclo de los días. Así, a la de Dhzu le corresponden las primeras horas de la mañana, cuando la oscuridad es total y aún no se aprecia ningún atisbo de luz; el gallo canta a la hora de Chou; a la de Yin comienza a clarear; el sol sale, finalmente, a la de Mao; a la de Chen es completamente de día y los hombres se disponen a tomar el desayuno; quien trabaja lo tiene ya todo planeado a la hora de Sz; a la de Wu el sol alcanza su cenit; la tarde comienza a declinar a la de Wei; a la de Shen las familias se reúnen alrededor de la mesa para la colación vespertina; el sol se pone a la de Yu; a la de Hsü desaparecen del todo los últimos vestigios del crepúsculo; finalmente, la gente se retira a descansar a la de Hai, abriendo las puertas, así, a un nuevo ciclo. Es el mismo que siguió el mundo en sus lejanos y, al mismo tiempo, tan cercanos orígenes. De hecho, al final de la época de Hsü el Cielo y la Tierra yacían en un estado de confusión total, en el que la nada y el todo se entremezclaba de una forma absolutamente incomprensible para nosotros.
Después de cinco mil cuatrocientos años de constante oscuridad se produjo el advenimiento de la época de Hai, también conocida como Caos, porque durante su dominio no existían seres humanos ni ninguna de las dos esferas por las que ahora nos regimos. Hubieron de pasar otros cinco mil cuatrocientos años para que terminara una época tan tenebrosa y lentamente comenzaran a actuar las fuerzas creativas de la luz. Semejante milagro empezó a producirse durante la de época de Dhzu, pero lo hicieron entonces con tanta timidez que no es extraño que Shao-Kang-Chr afirmara:
Ningún cambio se produjo en el centro mismo del Cielo, cuando el invierno llegó a las regiones de Dhzu. El principio masculino permanecía todavía dormido y nada de cuanto existe había salido aún a la luz.
Pero cuando, después de otros cinco mil cuatrocientos años, la primavera se enseñoreó de la época de Dhzu, el firmamento echó sus inamovibles raíces y la luz pudo, finalmente, formar el sol, la luna, las estrellas y los restantes cuerpos celestes. No es extraño, por tanto, que se diga que el Cielo comenzó a existir en época tan numinosa. La siguieron otros cinco mil cuatrocientos años, durante los cuales el firmamento se solidificó para siempre. Lo mismo ocurrió con la tierra durante la época de Chou. De ahí que se afirme con entusiasmo en el I Ching: ¡Qué maravillosos son los principios masculino y femenino! De ellos, siguiendo el mandato del Cielo, surgieron finalmente todas las cosas».
Hubieron de pasar, sin embargo, otros cinco mil cuatrocientos años después del advenimiento de la época de Chou, para que se condensaran ciertas innominadas materias y dieran, así, principio a los cinco elementos esenciales: el agua, el fuego, el metal, la madera y la tierra. Antes de que concluyera una época tan extraordinaria, hubieron de transcurrir otros cinco mil cuatrocientos años, al cabo de los cuales amaneció la época de Yin y todo cuanto conocemos comenzó a surgir y a crecer, como si siguiera la voz de una eterna primavera. No es extraño, por tanto, que diga el Libro del cómputo del tiempo: «El numen celeste descendió y ascendió el terrestre. Se unieron, así, el Cielo y la Tierra y de su copulación surgieron todas las cosas».
En aquella época el Cielo y la Tierra eran tan brillantes como la luz misma y cada uno encerraba dentro de sí los dos principios del yin y del yang, a cuya unión todo debe su existencia. Durante los cinco mil cuatrocientos años que siguieron, en efecto, aparecieron las bestias, los animales y los hombres. De esta forma, quedaron establecidas para siempre las tres fuerzas que rigen los destinos de la naturaleza: el Cielo, la Tierra y el Hombre, que, como queda dicho, vio la luz durante la milagrosa época de Yin.
Después de que Pan-Ku pusiera en orden el universo entero, finalizara el mandato de los Tres Reyes y los Cinco Emperadores hicieran públicas sus por doquier respetadas disposiciones morales, el mundo fue dividido en cuatro grandes continentes. El del este llevaba el nombre de Purvavideha, Aparagodaniya el del oeste, Jambudvipa el del sur y, finalmente, Uttarakuru el del norte. En este libro sólo nos ocuparemos, por obvias razones, del situado en el este del mundo. En el otro extremo del océano que lamía sus costas, se hallaba la renombrada nación Ao-Lai, muy cerca de la cual, en el centro mismo de un plácido mar de serenas aguas, se levantaba la famosa Montaña de las Flores y Frutos. Había surgido en el momento mismo de la formación del mundo y ahora formaba parte de un conjunto de diez islotes, que con el tiempo dieron origen a las Tres Islas. Su belleza era impresionante. No es extraño, por tanto, que el poeta escribiera sobre ella:
Su majestad compite con la serenidad del mismo océano, como si fuera el emperador de los mares. Las olas rompen contra su costado, como montañas de plata que el golpe transforma en diminutas escamas de nieve, lanzando a los peces contra las rocas y sacando de su sueño de profundidad a las serpientes marinas. En su parte suroccidental se aprecian llamativas planicies cargadas de serenidad, mientras que al este todo es abruptez de picos que se arrojan con mal disimulada fiereza en el mar. Los que permanecen, orgullosos, en tierra seca se visten, a la hora del crepúsculo, de tintes violáceos, que esconden su inaccesible bravura pétrea. En sus cumbres cantan, emparejados, los fénix, mientras que a su pie descansan los solitarios unicornios. Por doquier se oye el lamento de los faisanes, que buscan, desesperados, las cuevas en las que habitan los dragones. Toda la isla está poblada de extraordinarios animales que muy pocas veces se ven en otras partes, como los longevos ciervos, las inmortales zorras, las divinas lechuzas o las cigüeñas de negro plumaje. En ese lugar extraordinario la hierba nunca se seca ni las flores se marchitan. La primavera es allí eterna y adondequiera que se dirija la mirada puede verse el verdor de cipreses y pinos, aliados incondicionales de la vida. Los melocotoneros están siempre en flor, las viñas se rompen bajo el peso de su propio fruto, la hierba de los pastos se mantiene siempre fresca y los bambúes alcanzan tales alturas que a veces llegan a frenar la loca carrera de las nubes. Éste es, en verdad, el privilegiado lugar donde el Cielo se apoya y la Tierra descansa de sus muchas fatigas, un paraíso en el que convergen más de cien ríos.
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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