Un saludo de su amigo Sören Garza (hombre), desde México.
La muerte de Artemio Cruz
Carlos Fuentes, escritor mexicano
YO siento que unas manos me toman de las axilas y me levantan para acomodarme mejor contra los almohadones suaves y el lino fresco, es como un bálsamo para mi cuerpo ardiente y frío; siento esto, pero al abrir los ojos veo enfrente de mí ese periódico abierto que oculta el rostro del lector: pienso que Vida Mexicana está allí, estará todos los días, saldrá todos los días y no habrá poder humano que lo impida. Teresa —es la que lee el periódico— lo suelta con alarma.
—¿Le pasa a usted algo? ¿Se siente mal?
Tengo que calmarla con una mano y ella recoge el periódico. No; me siento contento, dueño de una burla gigantesca. Quizás. Quizás un golpe maestro sería dejar un testamento particular para que lo publique el periódico, en el que relate la verdad de mi proba empresa de libertad informativa... No; por andarme excitando, me regresa la punzada al vientre. Trato de alargar la mano hacia Teresa, pidiéndole alivio, pero mi hija se ha vuelto a perder en la lectura del diario. Antes, he visto el día apagarse detrás de los ventanales y he escuchado ese rumor piadoso de las cortinas. Ahora, en la penumbra de la recámara de techos repujados y closets de encino, no puedo distinguir muy bien al grupo más lejano. La recámara es muy grande, pero ella está allí. Debe de estar sentada rígidamente, con el pañuelo de encaje entre las manos y la tez despintada y quizás no me escuche cuando murmuro:
—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo. Sólo me escucha este extraño al que jamás he visto, con sus mejillas rasuradas y sus cejas negras, me pide un acto de contrición mientras yo pienso en el carpintero y la virgen y me ofrece las llaves del cielo.
—¿Qué diría usted... en un trance así...?
Lo he sorprendido. Y Teresa lo tiene que estropear todo con sus gritos:
—¡Déjelo, Padre, déjelo! ¡No ve que nada podemos hacer! Si es su voluntad condenarse, y morir como ha vivido, frío y burlándose de todo...
El sacerdote la aleja con un brazo y acerca sus labios a mi oreja: casi me besa.
—No tienen por qué escucharnos.
Y yo logro gruñir:
—Entonces tenga valor y córralas a todas las viejas.
Se pone de pie entre las voces indignadas de las mujeres y las toma del brazo y Padilla se acerca, pero ellas no quieren.
—No, licenciado, no podemos permitirlo.
—Es una costumbre de muchos años, señora.
—¿Usted se hace responsable?
—Don Artemio... Aquí le traigo lo grabado esta mañana...
Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este Padilla.
—El enchufe está junto al buró.
—Gracias. Sí, cómo no, es mi voz, mi voz de ayer —¿ayer, esta mañana? ya no distinguiré— y le pregunto a Pons, mi jefe de redacción —ah, chilla la cinta; ajústala bien, Padilla, escuché mi voz en reserva: chilla como una cacatúa—: allí estoy:
«—¿Cómo ves la cosa, Pons?
»—Fea, pero fácil de resolver, por el momento.
»—Ahora sí, echa para adelante el periódico, sin paliativos. Pégales duro. No te guardes nada.
»—Tú mandas, Artemio.
»—Menos mal que el público está bien preparado.
»—Son tantos años de estar insistiendo.
»—Quiero ver todos los editoriales y la primera plana... Búscame en mi casa, a la hora que sea.
»—Ya sabes, todo va por la misma línea. Se descara la conjura roja. Infiltración exótica ajena a las esencias de la Revolución mexicana...
»—¡La buena de la Revolución mexicana!
»—...líderes manejados por agentes extranjeros. Tambroni viene muy duro, Blanco se avienta una buena columna identificando al líder con el Anticristo y las caricaturas están que arden... ¿Cómo te estás sintiendo?
»—Ay, no tan bien. Achaques. Ya pasará. ¡Qué ganas de ser los de antes!, ¿eh?
»—Sí, qué ganas...
»—Dile a Mr.Corkery que pase.»
Yo toso desde la cinta magnética. Escucho los goznes de esa puerta que se abre, se cierra. Siento que nada se mueve en mi vientre, nada, nada, y los gases no salen, por más que pujo... Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas.
—Abran la ventana.
—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo...
—Abran...
»—Are you worried, Mr. Cruz?
«—Bastante. Tome asiento y le explicaré. ¿Quiere tomar algo? Acérquese el carrito. Yo no me siento tan bien.»
Yo escucho el movimiento de las ruedecillas, el choque de las botellas entre sí.
»—You look O.K.
Yo escucho cómo cae el hielo dentro del vaso, la presión del agua de soda disparada desde el sifón.
«—Mire: le voy a explicar lo que se juega, por si no lo han entendido. Infórmele a la oficina central que si este dizque movimiento de depuración sindical triunfa, ya podemos cortarnos la coleta...
»—¿La coleta? »—Sí, nos chingamos, en mexi...»
—¡Corten eso! —grita Teresa, se acerca a la grabadora—. ¿Qué clase de falta de respeto...?
Logro mover una mano, dibujar una mueca. Pierdo algunas palabras de la grabación.
«—...lo que se proponen estos líderes ferrocarrileros?»
Alguien se suena la nariz, nerviosamente. ¿Dónde?
«—...explíqueles a las compañías, no sea que vayan a creer ingenuamente que se trata de un movimiento democrático, me entiende, para librarse de dirigentes corrompidos. No.
»—I'm all ears, Mr.Cruz.»
Sí, ha de ser el gringo el que estornuda. Ah-ja-ja.
—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
—Abran. Yo y no sólo yo, otros hombres, podríamos buscar en la brisa el perfume de otra tierra, el aroma arrancado por el aire a otros mediodías: huelo, huelo: lejos de mí, lejos de este sudor frío, lejos de estos gases inflamados: las obligué a abrir la ventana: puedo respirar lo que guste, entretenerme escogiendo los olores que el viento trae: sí bosques otoñales, sí hojas quemadas, ah sí ciruelos maduros, sí sí trópicos podridos, sí salinas duras, piñas abiertas con un tajo de machete, tabaco tendido a la sombra, humo de locomotoras, olas del mar abierto, pinos cubiertos de nieve, ah metal y guano, cuántos sabores trae y lleva ese movimiento eterno: no, no, no me dejarán vivir: se sientan de nuevo, se levantan y caminan y vuelven a sentarse juntas, como si fueran una sola sombra, como si no pudieran pensar o actuar por separado, se sientan de nuevo, al mismo tiempo, de espaldas a la ventana, para cerrarme el paso al aire, para sofocarme, para obligarme a cerrar los ojos y recordar cosas ya que no me dejan ver cosas, tocar cosas, oler cosas: maldita pareja, ¿cuánto tardarán en traer un cura, apresurar mi muerte, arrancarme confesiones? Allí sigue, de rodillas, con la cara lavada. Trato de darle la espalda. El dolor de costado me lo impide. Aaaay. Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí viene la punzada. Allí viene. Aaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las mujeres. Las que aman. ¿Cómo? Sí. No. No sé. He olvidado el rostro. Por Dios, he olvidado ese rostro. No. No lo debo olvidar. Dónde está. Ay, si era tan lindo ese rostro, cómo lo voy a olvidar. Era mío, cómo lo voy a olvidar. Aaaah-ay. Te amé a ti. Cómo te voy a olvidar. Fuiste mía, cómo te voy a olvidar. ¿Cómo eras, por favor, cómo eras?
Puedo creer en ti, duermo contigo, ¿cómo eras? ¿Cómo te invocaré? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Otra vez la inyección? ¿Eh? ¿Por qué? No no no, otra cosa, rápido, recuerdo otra cosa; eso duele; eso duele; aaaah-ay; eso duele; eso duerme... eso...
Para descargar libro completo:
http://www.utcv.edu.mx/attachments/570_La%20Muerte%20De%20Artemio%20Cruz.pdf
La libertad no hace felices a los humanos..., simplemente los hace humanos.
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